TEMA 40. TRANSFORMACIONES AGRARIAS Y PROCESO DE INDUSTRIALIZACIÓN EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX


INTRODUCCIÓN.   
LA ECONOMÍA.
1. LA EVOLUCIÓN DE LA ECONOMÍA. LA POLÍTICA ECONÓMICA.
PROTECCIONISMO O LIBRECAMBISMO.
LAS TRES GRANDES ETAPAS.
1814-1833.
1834-1874.
1875-1898.
2. LAS TRANSFORMACIONES AGRARIAS.
2.1. LA REFORMA AGRARIA.
El problema agrario y el programa de reforma.
LAS REFORMAS.
Las leyes y las políticas progresista y mode­rada.
El estatuto legal de la propiedad agraria.
La propiedad de la nobleza.
La propiedad del clero.
La propiedad municipal.
2.2. LA ECONOMÍA AGRARIA.
AGRICULTURA.
Un aumento de la producción y la superficie cultivada.
Los problemas de la modernización, el proteccionismo, las cose­chas irregulares.
La agricultura de exportación.
GANADERÍA.
La Mesta y la cabaña ovina. Las reformas.
Las otras cabañas.
3. EL PROCESO DE INDUSTRIALIZACIÓN.    
3.1. LA INDUSTRIALIZACIÓN.
El fracaso de la industrialización: las causas.
3.2. LA INDUSTRIA TEXTIL CATALANA.
El desarrollo.
Las causas.
Las industrias algodonera y lanera.
El impacto sobre otras indus­trias.
3.3. LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA.
El desarrollo.
Las causas.
El impacto sobre otras indus­trias.
4. LA MODERNIZACIÓN DE LOS OTROS SECTORES ECONÓMICOS.
4.1. EL TRANSPORTE. LA EXPANSIÓN DEL FERROCARRIL.
Los caminos y carreteras.
La expansión del ferrocarril.
El tráfico marítimo.
4.2. MINERÍA Y ENERGÍA.
El desarrollo de la minería: la inversión extranjera.
Las nuevas fuentes de energía.
4.3. COMERCIO Y FINANZAS.
El comercio interior: un mercado nacional.
El comercio exterior.
El comercio colonial.
Las finanzas.
LA SOCIEDAD.       
1. LA EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA.
El incremento demográfico.
Las etapas demográficas.
El modelo demográfico.
La distribución geográfica, sectorial y agraria/urbana.
2. LOS CAMBIOS SOCIALES EN EL CAMPO.
NOBLEZA.
El mantenimiento del poder económico y político.
CLERO.
BURGUESÍA.
CAMPESINADO.
La estratificación social del campesinado en grupos.
EL CON­FLICTO ENTRE PROPIETARIOS Y CAMPESINOS SIN TIERRAS.
3. LOS CAMBIOS SOCIALES EN LA CIUDAD.
NOBLEZA Y BURGUESÍA.
PROLETARIADO.
EL CONFLICTO ENTRE BURGUESES Y PRO­LETA­RIOS.     




INTRODUCCIÓN.    

Este tema está estrechamente ligado al anterior (39), pues tra­ta los problemas económicos y sociales que aquél no podía abor­dar. Aborda en la UD dos grandes bloques: la economía y la sociedad de la España del s. XIX. Pese a que el enunciado no incluye el aspecto social, no es posible una explicación histó­rica cohe­rente de los pro­blemas económicos sin referirse a los socia­les. Asimis­mo, el currícu­lo de Bachillerato señala en la materia de Historia (co­mún en 2º de Bachillerato) estos con­tenidos en el bloque 3:
3. Construcción del Estado liberal e intentos demo­cra­tiza­dores.
El carlismo y las opciones liberales. Cambios jurídico-institucionales en el reinado de Isabel II.
El sexenio democrático. La Constitución de 1869. La Prime­ra República.
Transformaciones agrarias y proceso de industrialización. Los cambios sociales.
Se concluye que la UD 40 se refiere al último apartado: Transformaciones agrarias y proceso de industrializa­ción. Los cambios sociales por lo que debe ampliarse la expli­cación con el último punto de los “Cambios sociales”.

LA ECONOMÍA.     
1. LA EVOLUCIÓN DE LA ECONOMÍA. LA POLÍTICA ECONÓMICA.
PROTECCIONISMO O LIBRECAMBISMO.
La polí­tica económica española del s. XIX varió en una com­ple­ja y con­tra­dicto­ria evolu­ción entre dos ex­tremos, el pro­teccionismo (defendido por el conservadurismo, el nacionalismo y el mercan­tilismo) y el librecam­bismo (de­fen­di­do por el libe­ra­lis­mo polí­tico y económico).
Ambos refleja­ban posiciones po­lí­ti­cas y socio-eco­nómicas dis­tintas, que, como ocurrió en la política de partidos, no pudieron imponerse per­manente­mente a la otra y tras periodos de dominio de una se­guían perio­dos de do­minio de la otra, con oca­sionales pactos.
LAS TRES GRANDES ETAPAS.
Se pueden distinguir tres grandes etapas en la evolución y la política económicas: 1814-1833, 1834-1874 y 1875-1898.
1814-1833.
Para España la Edad Contemporánea (definida por la cons­trucción de un Estado liberal y la industrialización) comienza realmente a partir de 1814, pues antes había vivido en el Anti­guo Régimen y sufrido la te­rrible expe­riencia de la Guerra de Independencia. El rei­nado de Fer­nando VII es un compás de espe­ra, de len­tísima recu­peración de las graves pér­didas humanas y económicas de la Gue­rra de Inde­pen­dencia, la crisis financiera y la pérdi­da de las colo­nias ame­ricanas.
El gobierno, en este periodo, in­tenta basar la recupera­ción en el mercado interior, mediante el proteccionismo. Tanto moderados como li­berales (estos contradic­toriamente con sus ideas políticas, por lo que en el reinado siguiente se harán librecambistas) desa­rro­lla­rán en esta etapa una política aran­celaria mercan­ti­lista: prohibi­ción de importación de trigo sal­vo precios ex­ce­sivos (1820), fuertes aranceles a los tejidos extranjeros (des­de 1826).
1834-1874.
En el reinado de Isabel II y el sexenio final hubo, pese a graves problemas y periodos de estancamiento, un sus­tancial avance en la población (aumento demográfico, aumento de la po­blación urbana), la agricultura (por la desa­mor­tiza­ción), la industria (industria textil y siderúrgica, mi­nas), el trans­por­te (ferro­carriles, barcos de vapor), el co­mer­cio (mer­cado na­cional y colonial), las finanzas (creación de bancos, Banco de España, peseta).
La política económica cambió a menudo, dados los sucesivos cambios políticos. Mientras los absolutistas-modera­dos-conser­vado­res son pro­tec­cionistas, los liberales-pro­gre­sis­tas son librecambistas. Estas posiciones políticas reflejan intereses económicos: los lati­fundistas del trigo cas­tellano y los industriales ca­ta­lanes y vascos son partida­rios del pro­teccio­nismo, mien­tras que los comerciantes y finan­cieros lo son del librecam­bismo.
Posicionamientos distintos son los referentes a la desa­mortización de los bienes eclesiásticos, nobiliarios y munici­pales. La oposición de la Iglesia, la nobleza y los Ayuntamien­tos, fue incapaz de superar la presión de las bases sociales de ambos partidos, que deseaban acceder al mercado de la tierra: la desamortización cambió radicalmente la estructura de la pro­piedad agraria. Pero hubo una distinción: los moderados se con­formaban con la desamortización civil y los progresistas exi­gían también la eclesiástica. Al final se hicieron las dos, de­bido a las alternancias en el poder.
1875-1898.
La Restauración, en el último cuarto de siglo, es un pe­rio­do de sólido avance en todos los sectores, empañado al prin­ci­pio por la crisis eu­ropea de 1873 y al final por las cri­sis de la filo­xera y de 1898, que sólo fueron interrupciones tempo­ra­les.
La polí­tica económica del conservador Cánovas es general­mente proteccionista y se basó en un pacto de intereses entre los intereses de los tri­gueros de la Meseta y los industriales catalanes. En cambio, el liberal Sagasta es librecambista.

2. LAS TRANSFORMACIONES AGRARIAS.
2.1. LA REFORMA AGRARIA.
En el periodo isabelino, entre 1835 y 1860, se consumó el proceso de reforma agraria, que cons­tituyó uno de los procesos más im­portantes de la historia con­temporánea españo­la. Se abo­lieron los restos del feudalismo y hubo un pro­fundo cambio en la pro­piedad de las fin­cas (se liberalizó la propiedad y se desa­mortiza­ron 10 millones de ha). Al final del proceso, el campo es­pañol se había incor­porado al sistema capitalista.
El problema agrario y el programa de reforma.
El principal problema del campo español eran las tie­rras “amortiza­das”, que por perte­ne­cer a monasterios, ayun­ta­mientos u otras insti­tucio­nes ecle­siás­ticas o civiles, no paga­ban im­pues­tos ni podían ser vendi­das o repar­tidas en heren­cia. La existencia de estas tie­rras perjudi­caba a la producción agraria y el comercio, porque pro­ducían poco, y a la Hacien­da, por­que no tributaban. Además, las tierras de los mayorazgos de la no­bleza también estaban excluidas del comercio y, por ello, mu­chos autores también las consideraban “amortizadas”. Por ello, la de­samor­tiza­ción a me­nudo se ha con­fun­di­do con la re­forma de la propiedad en su con­junto, aunque sólo fue la par­te prin­ci­pal. Es preciso distinguir que la de­samortización es sólo la expro­piación por el Estado y venta en subasta de los bie­nes eclesiásticos y ci­viles; en cambio, para las tie­rras de la no­ble­za sólo hubo la li­bera­li­za­ción jurídica de su compra­ven­ta.
La reforma agraria enlazaba con el programa ilustrado (en especial con las ideas de Jovellanos), apenas apli­cado enton­ces, que influido por los economistas fisiócratas y liberales preten­día poner la propiedad de las tierras en manos de propie­tarios úni­cos e in­dividuales, con plena libertad para comprar, vender, arrendar y cultivar. Este nuevo tipo de propietario podría au­mentar la productividad con técnicas y cultivos moder­nos, con una produc­ción destinada a la comercialización.
El programa de reforma agraria planteaba suprimir:
- Las vinculaciones de la propiedad en las familias nobi­liarias, mediante los mayorazgos.
- El régimen señorial, de raíz feudal, que confundía la jurisdicción, la posesión y la propiedad entre los señores y los campesinos.
- La propiedad eclesiástica de las “manos muertas”.
- Las formas de propiedad colectiva: bienes “propios” y comunales.
- Los censos y foros: rentas perpe­tuas que gra­vaban los bienes a cambio de un capital o del mismo bien entregados ante­rior­men­te (muchos censos eran incluso del s. XVI). Se les homo­loga­ban los arrien­dos perpetuos de dominio útil (enfiteusis), aunque estos sí eran defendidos por los autores como una solu­ción eficaz (era el sistema mayoritario en el próspero campo catalán y beneficiaba a los campesinos).
Las primeras leyes reformistas, muy moderadas, se habían promulgado ya en el s. XVIII. Impulsadas por el gobierno afran­cesado de José I y las Cortes de Cádiz (1808-1812), y por los liberales en el Trienio liberal (1820-1823), habían sido sus­pendi­das en los periodos intermedios de reacción.
LAS REFORMAS.
Las leyes y las políticas progresista y moderada.
En la España isabelina el proceso legislativo se prolongó entre 1835 y 1860, sobre todo en dos ocasiones (1836 y 1854), ambas pro­movi­das por los progresis­tas, mien­tras que los modera­dos sólo man­tuvie­ron las decisiones de es­tos, cuando no las mantu­vieron inactivas (en general, eran aceptaban la desamorti­zación civil, pero no la eclesiástica). El gobierno pro­gre­sis­ta de Mendizábal acome­tió el grueso de la reforma en 1836 y los go­biernos pro­gresistas del Bienio Progresista (1854-1856), con el ministro Madoz, la com­pletaron.
El estatuto legal de la propiedad agraria privada.
En 1836 se confirmaron las leyes de las Cortes de Cádiz, que consagraban el pleno de­recho del propietario so­bre sus tie­rras: podía cercarlas y cul­tivarlas a su voluntad.
En cuanto a los sala­rios y precios agrarios eran liberados de la interven­ción esta­tal (reglamentos, tasas, aduanas inte­rio­res), para seguir desde entonces las leyes del mer­ca­do.
La propiedad de la nobleza.
La ley de desvincula­ción (1836) abo­lió los mayoraz­gos: los pro­pietarios podrían vender sus tierras con plena li­bertad y en la sucesión podían repartir los bienes. A largo plazo esto mo­vilizó muchas propiedades, que se dividieron y vendieron.
La ley de supresión de la jurisdicción señoríal (anterior, pues es de 1811, pero confirmada en 1836) eliminó la jurisdic­ción señorial de los nobles, que confundía la po­se­sión y la propiedad entre los señores y los campe­sinos. Los primeros acep­taban la renuncia a admi­nistrar jus­ticia y nombrar autori­dades municipa­les en sus pueblos de señorío, pero que­rían con­servar el de­recho a cobrar rentas por las tierras. En cambio, los campesi­nos que­rían la plena propie­dad de las tie­rras que culti­vaban, sin te­ner que pagar rentas (generalmente una par­te de las cose­chas). Su apli­cación fue muy polémica y los pleitos judiciales se prolon­garon durante dece­nios (aún subsisten algu­nos, siglo y medio después), pues había que des­lindar los dere­chos de propiedad de ambas partes, a ve­ces com­partida durante siglos. Muchas familias nobles con­si­guieron de este modo mante­ner sus la­tifundios.
La propiedad del clero.
La desamortización de 1836.
Mendizábal decidió la desamortiza­ción (III-1836, completa­da en VIII-1837) de la mayor parte de los bie­nes rústicos y urbanos de la Iglesia, incluidos los censos, me­dian­te su na­cio­naliza­ción y ven­ta en su­basta. El gobierno esta­ba urgi­do por el pago de las obli­ga­ciones de la Deuda, el défi­cit de la Ha­cienda y el costo de la guerra car­lista, que pensa­ba cu­brir con el produc­to de la ven­ta. En com­pensa­ción el Es­ta­do asumió la obliga­ción (fijada me­diante el Concor­dato con la San­ta Sede de 1851) de man­tener al cle­ro y los gas­tos de culto­.
Se completó con la abolición del diezmo (1837), un tributo eclesiástico muy gra­voso sobre los campesi­nos.
La desamortización fue un pro­ceso verda­deramente revolu­cionario, que afectó a bienes muy importantes: las tierras, los edifi­cios y los censos, y a los dos gru­pos sociales más impor­tantes de la Iglesia:
- El clero regular de las órdenes religiosas, excepto las dedicadas a la enseñanza y hospitales. Muchos conventos desapa­recieron (en 1835 se había decretado la disolución de las órde­nes religiosas con pocos miembros).
- El clero secular de las parroquias, que continuaron con sus iglesias, pero sin sus bienes.
El procedimiento fue muy complejo. Se tasaron las propie­dades (los censos se tasaron muy caros, al 1,5%, lo que redujo su redención) y se hicieron subastas públicas en cada pro­vin­cia, al mejor postor, que podía pagar al Estado de dos for­mas:
a) En efectivo con pago inmediato de un 1/5 y pago aplaza­do de 4/5 a lo largo de 15 años.
b) En títulos de la Deuda pú­blica al va­lor nominal (muy infe­rior al real, 1/9 de media) con pago inmediato de un 1/5 y pago aplazado de 4/5 a lo largo de 8 años. Esta última modali­dad fue la más utilizada y benefició a la burgue­sía, que era la que más Deuda depreciada poseía.

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Mapa de la distribución provincial del valor de remate de las fincas, durante la desamortización de Mendizábal

La venta se prolongó entre 1836 y 1843 y las ur­gentes ne­cesidades for­zaron la venta apresurada a bajo precio, con lo que se alcanzaron sólo parte de los objetivos financieros. Los moderados suspendieron la venta en 1843 (legalmente en 1845), cuando la mayor parte de los bienes del clero regular ya había cambiado de manos. Pero la mayoría de los del clero secular se salvaron entonces (sólo hasta 1855). Una excepción fueron los bienes de las Órdenes Militares, que se declararon en venta en 1836 pero no comenzaron a venderse hasta 1847.
Una consecuencia muy negativa fue la ruina de la red reli­giosa de asistencia social, lo que perjudicó a las clases popu­lares más desprotegi­das y explica la oposición popular a la desamor­tización que se regis­tró en varias ciudades.
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La desamortización de 1855.
La ley de Madoz (1855) permitió continuar la venta de los bie­nes eclesiásticos todavía no ven­didos, espe­cial­mente los del clero secu­lar, que fueron liquidados de acuerdo a la Iglesia (1860). Además, los censos, foros y arriendos (muchos campesi­nos tenían tierras en arrendamientos antiguos) se tasaron más bara­tos (4,8%), por lo que se redi­mieron casi todos (los campe­sinos se liberaron así del pago de unas gravosas rentas perpe­tuas). Las ventas de bienes prosiguie­ron en el se­xe­nio revo­lu­cionario (1868-1874) e incluso en la Res­taura­ción. El pago se hizo todo en dinero (sin admitir Deuda depre­ciada), lo que au­mentó los in­gresos de la Hacienda respec­to a la primera desa­mortización.
La propiedad municipal.
La ley Madoz (1-III-1855) estableció la venta de los bie­nes municipales de “propios”. Los ayuntamientos contro­laban dos tipos de bienes: “propios” (arren­dados a par­ti­cula­res) y “comu­na­les” (utilizados por todos los veci­nos), y sus ingresos eran parte esen­cial de las finanzas municipales. En la práctica no era fácil distinguir entre ambos tipos de bienes porque a menu­do durante un tiempo se arrendaban y en otro eran comunales, por lo que muchos ayuntamientos optaron por liquidarlos todos.
El procedimiento era: tasa y subasta pública, con pago en efectivo que debía repartirse 1/10 para el Estado (para amorti­zar Deuda) y 9/10 para los ayuntamientos (para invertir en Deu­da al 3%). La modalidad de tasación de censos, foros y arrien­dos era la misma (4,8% ) que para los bienes eclesiásticos. El pago en di­ne­ro fue una mejora evidente para la Hacienda respec­to a la primera desamortización (en la que se podía pagar con Deu­da depreciada).
La venta se realizó durante el periodo 1855-1867 y supuso un cambio aun más importante que el de la desamortización ecle­siástica, pues afectó a casi el doble de tierras y estuvo mucho mejor repartido entre los campesinos. La mayoría de los nuevos pequeños y medianos propietarios castellanos y catalanes se beneficiaron de esta desamortización (en especial de la reden­ción de censos, foros y arriendos). En cambio, su efecto en An­dalucía, Extremadura y La Man­cha aumentaron los latifundios.
Consecuencia negativas a corto plazo fueron la ruina de las Hacien­das locales, que incrementaron la presión fiscal so­bre las cla­ses populares, y la pérdida del uso colectivo de los bienes, por lo que muchos pequeños campesinos propietarios que comple­mentaban con ellos sus ingresos no pudieron seguir compi­tiendo y vendie­ron sus tierras, incrementando el proceso de concentra­ción agraria. A la larga, empero, fue muy beneficioso.
2.2. LA ECONOMÍA AGRARIA.
España mantuvo una economía fundamentalmente agraria du­rante todo el s. XIX, aunque no tanto como en el Antiguo Régi­men. Por los cen­sos de población sabemos que la mayoría de po­blación todavía era campe­sina, pero en claro descenso: el 80%  en 1800, el 60%  en 1860, el 50%  en 1900, debido al mayor peso de las ciudades, la industria, el comercio...
Hasta mediados de siglo las mayores fortunas es­tuvie­ron inver­tidas en el campo. Los nobles eran grandes terra­tenientes y los nuevos ricos, los burgueses dedicaban gran parte de su dinero a comprar tierras en vez de invertir en la industria.
AGRICULTURA.
Un aumento de la producción y la superficie cultivada.
Es seguro que hubo un fuerte aumento en la producción agrícola, especialmente en cereales, y desde los años 1870 en vino, acei­te y agrios.
El aumento se debió sobre todo al aumento de la superficie cultivada, pues los nuevos pro­pietarios ini­ciaron la ex­plota­ción de las tie­rras que hasta entonces la Iglesia y los ayunta­mientos habían tenido prác­ti­camen­te abandona­das, pero eran tie­rras de baja calidad, lo cual produ­jo un des­censo en los ren­dimientos por ha.
Los problemas de la modernización, el proteccionismo, las cosechas irregulares.
Era una agricultura poco moderna en compara­ción con la Europa Occidental, aunque ya en el reina­do de Isabel II au­mentó en las regiones en las que había una clase de cultiva­do­res ca­pitalistas la agricultura comercial: los cultivos se es­pecia­lizaron, en lugar del autoconsumo tradicional se vendía la ma­yor parte de la producción en las crecientes ciuda­des (a don­de llegaba en los nue­vos fe­rro­ca­rri­les), lo cual exi­gía el au­mento de la pro­duc­ción; se in­trodujeron las primeras máqui­nas para el la­bo­reo de la tierra y la reco­lección; y aumen­taron los re­ga­díos (Va­len­cia, canal de Urgel).
La política económica buscaba la autosufi­cien­cia de trigo; las autoridades de­seaban no tener que impor­tar trigo del extranje­ro y se pusieron altos aranceles proteccionistas (1820, 1834) de los la­tifundistas trigueros, excepto en los años de malas cose­chas. Desde 1884 el trigo norteamericano y ruso a bajo precio inun­dó los mercados internacionales y arruinó a muchos cultivadores, por lo que en 1891 Cánovas impuso un aran­cerl del 100%  al trigo importado. Esto mantuvo las rentas de los propietarios trigueros pero impidió la modernización y di­versificación de los cultivos.
La producción agrícola era irregu­lar: las cri­sis de ritmo decenal (apro­xi­mada­mente cada diez años), ago­bia­ron a la socie­dad espa­ñola con su secuela de hambre y aumen­to de la mor­tali­dad. Las cri­sis, sobre todo las de 1847, 1854-1857 y 1867, obli­garon a tomar medi­das excep­cio­na­les.
La agricultura de exportación.
A partir de 1866 y, sobre todo, después de la Restauración (1875), se desa­rrolló la agri­cul­tura de exportación, ba­sada en los agrios (Valencia), el olivo (Andalucía), con cose­chas muy irre­gulares, y en especial la vid (Cata­luña, Rioja, Je­rez...), gra­cias a que la filoxera arrasó en 1874-1890 las vi­des france­sas y se exportaba vino a Francia. Pero la filoxera también afec­tó gra­vemente al cultivo español de la vid des­pués de 1890, desen­ca­denando una crisis agraria (con éxodo rural a las ciuda­des y emigración al extranjero).
GANADERÍA.
La Mesta y la cabaña ovina. Las reformas.
A principios del s. XIX la Mesta todavía controlaba el sector ovi­no. La trashumancia se había reservado históricamente los mejo­res pastos y el derecho de paso por las caña­das gracias la prohibición de cierre de las fincas, en detrimento de la agri­cultura. Las reformas del Trienio Liberal rompieron este esquema: la abo­li­ción de la Mesta, la li­ber­tad de cer­camien­tos. No obstante, du­rante el res­to del si­glo si­guió desa­rro­llándose la ganadería lanar.
Las otras cabañas.
Las cabañas va­cuna, porcina, caballar y avícola también au­menta­ron gracias a la mayor demanda de las ciudades, la in­tro­ducción de cultivos forrajeros, la selección de animales...

3. EL PROCESO DE INDUSTRIALIZACIÓN.
3.1. LA INDUSTRIALIZACIÓN.
El fracaso de la industrialización: las causas.
A diferen­cia de Gran Bretaña, Alemania, Bélgica y Fran­cia, vemos que la Espa­ña del s. XIX no vive plena­mente la primera Revolu­ción In­dus­trial: la artesa­nía si­gue te­niendo una impor­tancia fun­da­mental y la in­dus­tria agroali­men­ta­ria es la más impor­tante. Es­pa­ña era una na­ción atra­sa­da. Pero no hay que dra­mati­zar esta cons­tata­ción, por­que a la mayor par­te de los paí­ses de Europa les ocu­rrió lo mismo, y porque hay importantes logros: libertad de in­dustria (1813), su­presión del sistema gremial (1833), un relativo desa­rrollo de la in­dustria tex­til ca­tala­na y la si­de­rurgia vasca, la minería, las lí­neas fé­rreas, el co­mercio y la ban­ca. La li­berali­zación económica del s. XIX, en todo caso, puso las ba­ses para be­ne­fi­ciarse en parte de la se­gunda revolu­ción in­dus­trial en el pe­riodo de la Restau­ra­ción y la Dictadura, entre 1875 y 1930, cuando se diver­sifi­có la in­dustria, con la gran ex­pansión de la hidroe­léctri­ca, la química y la mécani­ca, lo que permiti­rá a su vez el im­portan­te desarro­llo experi­menta­do desde 1960, que ha incor­po­ra­do a España en el se­lecto grupo de paí­ses al­tamen­te indus­tria­li­zados.
A qué obe­dece el fracaso o el retraso de la indus­triali­zación en España? Las causas son múltiples y los autores no se ponen de acuerdo en cuál fue la más relevante:
- La falta de capital. La burgue­sía no invirtió signi­fi­cativamen­te en la in­dus­tria porque no veía expectativas razo­nables de beneficio en ella (tesis de Nadal) y prefería las tierras y el co­mercio. El capital extranjero se invirtió en Deuda, la red ferroviaria y las minas, pero no en la industria­lización.
- La falta de un mercado interior amplio. Su tamaño era pequeño (la población creció menos que en Europa) y además po­bre (la mayoría era un campesinado mísero).
- La falta de un mercado colonial. La pérdida desde 1810-1824 de la mayor parte de las colo­nias ame­ri­canas le pri­va­ba de los mercados colonia­les que tanto beneficiaron a Gran Bretaña y Francia y además redujo los in­gresos de la Hacienda. De la im­portancia de este factor es prueba el tráfico que se alcanzó con las pequeñas colonias de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
- La falta de tecnología y fuentes de energía. La indus­tria española no podía competir en el mer­cado internacional debido a su escasa tecno­logía y la caren­cia de fuentes de ener­gía bara­ta.
- La exportación de las materias primas. Aunque sí había importantes recursos de mate­rias primas, en vez de transformar­se se exportaban.
- Las causas políticas: las guerras exteriores y civiles, la inestabilidad política, las políticas inmovilistas, dañaron tanto a la población como a la economía. Des­tacan nega­tivamente las guerras contra Napoleón, el rei­nado absolutis­ta de Fernan­do VII, las guerras carlistas, las revoluciones....         
3.2. LA INDUSTRIA TEXTIL CATALANA.
El desarrollo.
Cataluña vivió desde 1830 un gran desarrollo gracias a la in­dustria textil y se for­maron una podero­sa bur­guesía in­dus­trial y un numeroso prole­ta­riado urba­no. La producción cre­ció conti­nuamente (España era un gran productor mundial en 1898), mien­tras que los precios de la producción baja­ban (en 1871 los te­jidos de algodón costaban 1/3 de lo que va­lían en 1831).
Las causas.
Las causas de este progreso son:
- La energía hidráulica y de las máquinas de vapor (1832, fá­brica de Bonaplata de Barcelona).
- La incorporación de maquina­ria de hilado y te­ji­do, im­por­tada de Gran Bretaña o producida en Cataluña.
- Los aranceles pro­tec­cio­nistas en Espa­ña y las colonias, in­dis­pensa­bles para com­pen­sar el me­nor pre­cio de los productos bri­táni­cos. La in­dustria textil siempre dependió del mercado in­terno y colonial: sólo tenía buenos años si había buenas co­se­chas y sufrió mucho las rebeliones de Cuba y el desastre del 98.
- La concen­tra­ción fi­nancie­ra en empresas capitalistas: las sociedades anónimas y las grandes empresas familiares.
Las industrias algodonera y lanera.
La industria algodonera fue la primera en crecer, concen­trada en Barce­lo­na (adonde llegaba el carbón por vía marítimo) y en los va­lles del Ter y del Llobregat (que contaban con la energía hidráuli­ca).
La in­dustria lanera se ex­pansionó desde 1869 gracias a las importa­ciones de Austra­lia, y se concentrada en Sabadell y Ta­rra­sa.
El impacto sobre otras industrias.
La industria quí­mica comen­zó entonces en Cataluña, para fabri­car tin­tes y áci­dos para la industria textil. Otras indus­trias (papel, corcho, cuero y calzado, vidrio, maquinaria...), en parte relacionadas con el textil (por la diversificación de actividades de los industriales o por imitación de sus métodos) tam­bién cre­cieron, en varias regio­nes (sobre todo Ca­taluña y País Vasco).
3.3. LA INDUSTRIA SIDERÚRGICA.
El desarrollo.
La industria siderúrgica apareció en el periodo 1830-1870, en Andalucía (Marbella, Sevilla), aunque utilizaba el carbón de leña, muy poco productivo.
Des­de los años 1850 apareció en As­turias (beneficiada por las minas de car­bón) y, finalmente, en el País Vasco (que con­taba con minas de hierro), que to­ma­ría el re­levo con mayor éxi­to (2/3 de la pro­ducción total en el periodo 1881-1931).
Las causas.
- Había una gran demanda de productos siderúrgicos. Se fabricaba hie­rro co­lado y ace­ro para las vi­gas para la cons­truc­ción de vi­vien­das, la cons­truc­ción na­val en Bilbao, la ma­quinaria textil y agrícola en Cataluña, etc.
- La siderurgia vasca creció por­que se beneficiaba de los baratos fletes marítimos: los barcos que exportaban hierro a Gran Bre­taña volvían carga­dos de carbón a bajo precio. Eso com­pensó las difi­cul­tades de la es­ca­sez y alto pre­cio del carbón na­cio­nal, y la falta de com­peti­tivi­dad con el acero bri­tánico.
- La tec­nología era moderna, de patente britá­ni­ca.
- La concentración financiera. La burguesía vasca se en­ri­que­ció, apareciendo las fa­mi­lias So­ta, Aznar, Ibarra... que ori­gi­naron la gran ban­ca es­pa­ño­la.
- La industria side­rúrgi­ca no se benefició en el pe­riodo 1840-1890 de la construc­ción ferro­viaria porque las com­pañías extranjeras consiguieron el derecho de importar el mate­rial. Pe­ro el arancel protec­cio­nista de 1891 la favoreció, especial­mente a la indus­tria metalúrgica de trans­forma­ción en el País Vas­co, Asturias y Ca­taluña.
El impacto sobre otras indus­trias.
La industria siderúrgica ayudó a promover otras indus­trias: maqui­naria textil y agrícola, construcción, química... Los industriales siderúrgicos diversificaron sus inversiones, aun­que la mayoría fueron a la banca y la flota mercante.

4. LA MODERNIZACIÓN DE LOS OTROS SECTORES ECONÓMICOS.
Las transformaciones agrarias y el proceso de industriali­zación afec­taron profundamente a otros sectores económicos.
4.1. EL TRANSPORTE. LA EX­PANSIÓN DEL FERROCARRIL.
Los caminos y carreteras.
La mayor parte del transporte interior se realizaba en la primera mitad del s. XIX en carros y dili­gencias (llamadas “instru­mentos de tor­tura”, don­de se mezclaban los pa­cientes pasajeros y las mer­can­cías). Los caminos y carreteras (las vías principales, administradas por el Estado) eran escasos y mal cuida­dos, sim­ples líneas en la tierra apla­nadas por el paso de los vehícu­los. En 1840-1865 se desarrolló un programa de construc­ción que permitió aumentar la extensión de 9.000 a 19.000 km, pero la calidad siguió seindo mala.
La expansión del ferrocarril.
La primera norma es de 1844. Iniciada en 1843, se inauguró la pri­mera línea férrea, Bar­ce­lona-Ma­taró (1848), seguida por Madrid-Aranjuez (1851). El parti­do progresista im­pulsó una red nacio­nal, que unía Madrid con dis­tintos puntos de la costa, mediante la ley general de ferro­ca­rriles (1855). Esta ley seña­ló un periodo de diez años de intensa construc­ción: de 28 km en 1850 se pasó a 6.124 km en 1875. En un solo año (1865) se ten­die­ron 929 km.



Hubo un grave error técnico, al adoptar la vía ancha[1][1], en con­traste con la vía estrecha que dominaba en Europa, lo que encareció el transbordo de mercancías en la frontera francesa.
La financiación se logró median­te capital español y, sobre todo, com­pa­ñías extranje­ras (la banca francesa). Se invir­tieron grandes capita­les, muchos más que en las empre­sas indus­triales: 7/1 respecto a la inversión in­dustrial entre 1855 y 1864. El Estado les permitía la libre importación del material y les garantizaba una renta­bilidad del 6%  anual y otro 1%  para la amortización del capi­tal. Esto sumó subvenciones por un 16%  del total invertido.
El ferrocarril cons­tituyó una revolución, como lo había sido en Inglaterra y el resto del continente. Este nuevo medio de transporte supuso enormes ventajas y el comercio recibió un gran impulso. Incluso cambia­ron los há­bitos de ali­mentación al poder llegar a los mercados urbanos productos frescos de huerta o pescado. En las ciudades se de­rribaron las murallas y se bus­caron espacios amplios para edi­ficar las esta­ciones y urbanizar los nuevos barrios.
Pero llegó tarde a España y la red ferroviaria fue poco densa, debido a las dificultades orográficas y la de­bili­dad de la demanda, que re­du­cía su renta­bilidad.
El tráfico marítimo.
El tráfico marítimo mejoró notablemente a lo largo del siglo gracias a una serie de factores: la mejora de los puer­tos, los avances en la construcción naval (barcos de vela más rápidos y seguros, y desde mitad del siglo la creciente difu­sión de los barcos de vapor), la extinción de la pira­tería en el Atlántico (desde 1815) y en el Mediterráneo (desde 1830), el crecimiento del comercio mundial con la industrialización y especialización de la producción.
El puerto más importante era Barcelona y a mayor dis­tan­cia Bilbao, San­tander, Cádiz, Valencia, Palma, Vigo.    
4.2. MINERÍA Y ENERGÍA.
El desarrollo de la minería: la inversión extranjera.
La minería se desarrolló con la ley de Minas, pero lo hizo a favor de los intereses extranje­ros (Francia, Gran Bretaña). Los yacimientos de plomo, cobre, azufre, mer­curio... loca­liza­dos sobre todo en el sur de la Penínsu­la, y los de hie­rro y zinc del norte, es­taban domi­na­dos por capitales extranje­ros, que exporta­ban la materia pri­ma sin ela­borarla en el país, lo que redujo el cre­cimiento de la in­dus­tria metalúrgica.
Casos especiales fueron el hierro, parcialmente transfor­mado en el País Vasco, y el carbón, una fuente vital de ener­gía para la industrialización.
Las nuevas fuentes de energía.
Las principales fuentes de energía hasta fines de siglo eran la hidráulica (ríos) y las máquinas de vapor (que utiliza­ban carbón de leña). La explo­tación forestal, que antes había sido la principal fuente de energía (leña) declinó debido a sucesiva apa­rición de los nue­vos combusti­bles: carbón de mina desde mediados del XIX, petró­leo y elec­trici­dad a finales de siglo, que revolucionaron la vida económica y permitieron ini­ciar en España la Segunda Revolución Industrial.
La minería del carbón se desa­rrolló, especialmente en As­turias, con la demanda de los ferrocarriles y de la siderur­gia, pero su precio no era compe­titivo y tuvo que protegerse desde 1900 con aranceles. La escasez de fuentes de energía barata será uno de las causas de la débil industrialización española.
4.3. COMERCIO Y FINANZAS.
El comercio interior: un mercado nacional.
El comercio interior se reactivó con el desarro­llo de las ca­rreteras y, sobre todo, del ferrocarril, que per­mitió la in­te­gración de las regiones españolas en un mercado nacional así como la relación entre la Meseta y las costas, antes imposible para los bienes de mucho peso; el cre­ci­miento del mer­cado urba­no espoleó la producción y el inter­cambio.
El comercio exterior.
Las exportaciones a Europa y América cre­cie­ron notablemen­te, sobre todo, en los últimos de­ce­nios. Pero era un comercio desequilibrado, con un alto déficit: se importaban sobre todo productos manufacturados de gran valor, carbón y algodón; y se exportaban sobre todo materias primas y productos manufactura­dos de poco valor.
El comercio colonial.
El comercio colonial se centraba en las importaciones de azúcar, cacao y café y las exportaciones de productos textiles. Numerosos comerciantes se enriquecieron, sobre todo en los puertos principales.
Las finanzas.
La ban­ca francesa se benefició durante mu­chos años de un casi monopolio sobre la creación (unida de he­cho) de bancos y la construcción de la red ferro­viaria, gracias a las leyes de 1855 sobre Sociedades de Crédito y Ferrocarri­les.
Pero al mismo tiempo surgía una burguesía financiera na­cional (los Mar­tí, Sa­laman­ca, Urquijo...) gracias a la acumula­ción de capital gracias a la desa­mortización, el de­sarrollo especulativo urbano, el aumento del comercio co­lonial, la in­dus­trialización (del textil y la side­rurgia), la colaboración con la banca extranjera.
La crisis financiera de 1866 hundió a muchos bancos y obligó a una reforma: la creación del Banco de España en 1874, con el monopolio de la emisión de papel moneda (antes la moneda oficial, la pese­ta, la emi­tían todos los ban­cos), permi­tió con­ver­tir a los bancos priva­dos en bancos de depósito del ahorro pri­vado, que se dedi­caron al préstamo o la compra de empresas in­dustriales y comer­ciale­s. Se consolida­ron así los gru­pos fi­nan­cie­ros de Ca­talu­ña, Ma­drid y País Vas­co, que fueron los ins­pi­rado­res a fi­nales de siglo de las fu­siones bancarias que con­figura­rían el mapa fi­nanciero hasta nuestros días, favo­reci­dos por la repa­triación de capitales tras la pér­dida de las últimas colo­nias en 1898.

LA SOCIEDAD.       
1. EVOLUCIÓN DEMOGRÁFICA.
El incremento demográfico.
La población de España pasó a lo largo del s. XIX de 10,5 millones a 18,5 M. Fue un cre­cimiento demográfico notable, de un 60% , superior al de los siglos anteriores, pero muy inferior al eu­ropeo, porque la po­blación de Europa se incrementó en un 250%  de media. Si se com­para con el fuerte crecimiento demográ­fico de Gran Bretaña o Alemania, el de España era débil. Factores de este crecimiento fueron el aumento de la producción alimen­ta­ria, las mejoras sanitarias (vacunas, higiene), los cambios sociales en la familia, la urbanización, la reducción de las epidemias...
Las etapas demográficas.
Nos faltan censos continuos y fiables, por lo que nos ba­samos en aproximaciones. Así, si contáramos con datos precisos de 1867 seguramente encontraríamos un fuerte aumento en el de­cenio anterior, pero al no tenerlos sólo podemos suponerlo.
1797 = 10,5 millones de habitantes.
1822 = 12,8
1834 = 13,4
1857 = 15,6
1877 = 16,6
1887 = 17,5
1897 = 18,1
1900 = 18,6
Se pueden definir estadísticamente tres etapas:
1) 1797-1834 con una tasa anual de 3,9% . El crecimiento al principio del siglo fue lento por la crisis econó­mica y las pérdidas de la Guerra de Independencia. Fue más in­tenso desde 1814, pese a los problemas del reinado de Fernando VII.
2) 1834-1857 con un máximo de 6,3% . Particularmente inten­so fue el crecimiento en el segundo tercio del siglo, a pesar de las guerras carlistas. Seguramente esta etapa continuó hasta 1866-1868, en la que la población se estancaría por la crisis económica y los problemas del sexenio revolucionario (guerras y disturbios).
3) 1857-1900 con un tasa anual del 4,3%  en esta eta­pa, que seguramente debió comenzar hacia 1866, con­ti­nuó algo más ra­len­tizado el crecimiento de la población. A pesar de nue­vas mejo­ras en la higiene y el nivel de vi­da, im­pac­taron negativa­mente algunas epidemias (la mayor fue la del có­lera de 1885, con 120­.000 muertos), el ini­cio de la emi­gra­ción (desde los años 1880) y las guerras colo­niales (1868-1878, 1895-1898).
El modelo demográfico.
El modelo demográfico es el de una sociedad tradicional, aunque evolucionan­do hacia un modelo moderno, lo que se lo­gra en el s. XX. Las notas son:
- Natalidad alta. Era un 38%  en 1860 y un 35%  en 1900.
- Mor­talidad alta. Es la principal causa del relativo es­tancamien­to español: un 30,7%  en 1860 y un 28,8%  en 1900, fren­te al 18,2 %  de Gran Bretaña en 1900, por lo que la es­pe­ranza de vida era en 1900 sólo de 35 años. Esta alta mor­talidad se con­centra­ba en la mor­tali­dad infantil, espe­cial­mente en las gran­des ciu­da­des: en 1880 en Madrid morían alrede­dor de cuatro de cada diez niños menores de un año. Continuaban las grandes epidemias (cólera de 1885) y hambres (1881-1890 en Andalucía).
- Poca emigración exterior. La emigración es mínima, aun­que comienza a ser un poco importante desde 1880, dirigida ha­cia Fran­cia, Arge­lia y Amé­rica, por el aumento de la población y la crisis rural.
La distribución geográfica, sectorial y agraria/urbana.
Hay una redistribución geográfica: un aumento en la costa y un estancamiento o disminución rela­tiva en el interior (ex­cepto Madrid), aunque todas las regiones aumentan su población.
En 1860 el sector primario era mayoritaro y tenía el 65%  de la población, el secundario el 15%  y el terciario el 20%  de media.
La población agraria seguía siendo mayoritaria y era el principal foco de excedentes, pero la población urbana crecía por el éxodo a los cen­tros ad­ministrativos, in­dustriales y co­merciales: Ma­drid, Bar­celona, Valencia, Bilbao, As­tu­rias, y también las capitales de provin­cia. Las ciudades crecen, derri­ban sus murallas, programan sus ensanches.

2. LOS CAMBIOS SOCIALES EN EL CAMPO.
NOBLEZA.
Esta clase social, en vez de ser des­plazada como ocurría en los países europeos donde triunfaban las revo­lucio­nes libe­rales, retuvo la mayor parte de su poder.
El mantenimiento del poder económico y político.
Mantuvo su poder económico: los no­bles siguieron sien­do los más gran­des terra­tenien­tes.[2][2] Pero una vez con­vertidas sus pro­pieda­des feu­dales en burguesas, no las trans­formaron en em­pre­sas capita­lis­tas sino que mantu­vieron el sis­tema anterior.
Conservó su poder polí­tico, gracias a sus puestos en la Corte y los asientos que se les reservaban en el Senado.
CLERO.
El clero sufrió un golpe muy duro, pues redujo sus efecti­vos cuando casi desapareció la rama del clero regular (antes la más numerosa y poderosa), mientras que el clero secular depen­día de la asignación económica del Estado.
BURGUESÍA.
Creció una clase burguesa de grandes terratenientes, de pro­cedencia urbana, que compró las tierras del clero y los ayuntamientos, así como propiedades de nobles arruinados. La mayoría fueron propietarios absentistas, que no invirtieron en modernizar la explotación, y residían en los pueblos y las ciu­dades.
CAMPESINADO.
La estratificación social del campesinado en grupos.
Con la reforma agraria y la modernización del campo, el campesinado se estratificó en varios grupos sociales, co­mo re­sultado de la desamortización y del carácter con­servador de la reforma agra­ria continuó la clara di­vi­sión de la estruc­tura de la pro­piedad agraria en latifundios y minifun­dios. Las grandes pro­pieda­des (más de 100 ha) ocupaban casi la mitad de las tie­rras cultiva­bles, mientras que las pequeñas (menos de 10 ha) ocupa­ban casi la otra mitad. En cambio, las medianas pro­pieda­des (10-100 ha), las que hubieran sido más rentables en aquel pe­riodo, eran muy escasas (y se localizaban en pocas regiones, como Cataluña).
Los grandes grupos sociales fueron:
- Los grandes arrendatarios de los latifundios (en espe­cial de Andalucía y el interior), que expulsaron a los campesi­nos subarrenda­dos e impulsaron cultivos extensivos (trigo, vid, olivo), sólo ren­tables por la abundancia de mano de obra bara­ta. Se convir­tieron paulatina­mente en burgueses, que residían en los pueblos y los domina­ban como caciques.
- Los pequeños y medianos propietarios, que compraron com­praron fincas desamortizadas, o mantenían sus propiedades ante­riores. Sólo los que te­nían suficiente capital y extensión de tie­rras pu­die­ron compe­tir en el merca­do abierto. En Cataluña (medianas propiedades) y Valencia (más pequeñas) su número se incrementó, al comprar los arrenda­tarios las fincas que culti­vaban y enrique­cerse con el cultivo de la vid y otros productos comerciales. También eran numerosos en Castilla la Vieja y León y el valle del Ebro (medianas propiedades) y la región can­tá­bri­ca y Galicia (más pequeñas), pero sus cultivos no eran tan com­pe­titivos.
- Los pequeños arrendatarios y subarrendatarios, que a menudo empeoraron su situación al endurecer los propietarios las condiciones del arriendo. Eran numerosos en Castilla la Vieja y León, Galicia...
- Los jornaleros, cuyo número aumentó mucho (en 1860 eran el 54%  de la población activa agraria), en parte por el aumento de la población y en parte por el fin de muchos con­tratos de arrien­do. Su condición social, de bajos salarios y largos pe­riodos de paro, empeoró por la pér­dida de los bienes comuna­les. Eran ampliamente mayoritarios en Andalucía, Extremadura y La Mancha.
EL CONFLICTO ENTRE PROPIETARIOS Y CAMPESINOS SIN TIERRAS.
La condición miserable de muchos campesinos excluidos de la propiedad de la tierra que cultivaban, tanto los pequeños arrendatarios sometidos al pago de ele­vadas rentas, como los jornaleros sin tierras, explica que en el s. XIX y el primer tercio del s. XX hubiera una continua agitación rural, con nu­merosas protestas violentas.
Los propietarios se organizaron en los partidos carlista, conserva­dor y liberal, y en asociaciones de propietarios (como la catalana de San Isidro), mientras que los campesinos pobres más radica­les se organi­za­ron en sociedades secretas o en grupos anarquistas, que utilizaron a menu­do el terrorismo. Particular­mente grave fue el problema en Andalucía (bandolerismo, la Mano Negra andalu­za, revueltas de 1868...), donde la opresión de los latifundis­tas era comparativamente mayor y más miserable la condición de los jornaleros.

3. LOS CAMBIOS SOCIALES EN LA CIUDAD.
Durante el s. XIX no varió significativamente la estrati­ficación social urbana. Pero sí aumentó notablemente la pobla­ción urbana, lo que intensificó sus problemas. Hacia finales de siglo el número de obre­ros era relativamente reducido (excepto en Cataluña y País Vasco), bastante ele­va­do el de cam­pe­si­nos (que culti­vaban los campos vecinos a las ciudades y pueblos) y arte­sa­nos (pese a que reducían su proporción respecto a los obreros), y muy alto el de cria­dos (en Ma­drid uno de cada siete ha­bi­tantes ser­vía en 1860). Se concluye de esto que:
- España no se había industrializado todavía, de ahí el bajo número de obreros. Sólo había las excepciones de Cataluña y País Vasco, más en parte algunas zonas y ciudades (Asturias, Madrid, Valencia, Alcoy...).
- La agricultura y la artesanía conservaban su importan­cia económica en la vida urbana.
- El número excesivo de criados indica la importancia que para los nobles y burgueses ricos tenía ostentación de un ser­vicio doméstico numeroso.
En conjunto la sociedad urbana española se parecía bastan­te a la del s. XVIII y se diferenciaba en gran manera de las más evolu­cionadas de Inglaterra y Francia en el s. XIX.
NOBLEZA Y BURGUESÍA.
Nobleza y burguesía, desunidos a principios de siglo, lo acaban en estrecha alianza, unidos en un bloque de poder domi­nante, opuesto a las clases populares (jornaleros, obre­ros).
La nobleza, tanto la antigua como la nueva, pasa a residir en las ciuda­des, donde viven sus miembros como terratenientes, militares, altos funciona­rios, alto clero... La desamortización y la supresión del feudalismo no destruyen su poder económico y político, pero han de compartirlo con la burguesía.
La burgue­sía, la nueva clase adinerada, está integrada por los propietarios rústicos y urbanos, los industriales, comer­ciantes y banque­ros, los fun­ciona­rios, que ha­cían sus fortunas como nuevos terra­tenientes (gracias a la desamortización), en las fábricas del textil catalán y la siderurgia vasca, en el co­mer­cio colonial, en el abas­teci­mien­to del ejército o especu­lando con los solares en las ciu­dades en auge. Sus centros más impor­tan­tes son Bar­celona y Ma­drid. La burguesía accede a una posición he­gemónica en lo económico y comparte el poder polí­tico con la nobleza.
 Estas dos clases sociales compiten entre sí en va­rios periodos revolucionarios (1820-1823, 1834-1839, 1854-1856, 1868-1874), pero acaban pactando. Una vez con­seguida la igual­dad jurídica, y desmontado el Antiguo Régimen, la mayoría de los grupos que las integran consiguen ha­cia me­diados de si­glo un equi­li­brio entre sus in­tere­ses y se fusio­nan. La desa­mortiza­ción es fundamen­tal en este sentido, al unirlos en la compra de los bienes y el mantenimiento del nuevo orden.
La fusión se alcanza porque la nobleza y la burguesía es­paño­las se mezclan cre­cien­te­mente a lo largo del ­siglo, gra­cias a la re­sidencia urba­na de los nobles, los fre­cuentes ma­trimo­nios y la fusión de acti­vida­des, en un proce­so que termi­nará en el s. XX con la vir­tual desapa­rición de los límites entre ambas clases socia­les.
En realidad, en Espa­ña los burgueses no se consi­dera­n ri­vales sino socios de los nobles, y desean alcanzar su estatus social, su condición aristocrática. Llaman a los nobles a los consejos de adminis­tración de las grandes compa­ñías, emulan sus costumbres y residencias, se contraen matrimonios y, con fre­cuencia ac­ceden a tí­tulos no­bi­liarios.[3][3] El mismo deslumbramien­to lo en­con­tra­mos en los militares de fortuna, que hacen ca­rre­ra polí­tica apoyándose en sus éxitos milita­res y obtienen títu­los nobilia­rios.[4][4]
PROLETARIADO.
El proleta­riado lo componen los obreros que trabajan en fá­bri­cas, ferro­carriles, minas, etc. Su número aumentó especta­cularmente durante el s. XIX. Sus condiciones de vida fueron penosas: bajos salarios, muchas horas de trabajo, insalubridad, desempleo pro­longado... sobre todo en la primera mitad del si­glo y en comparación al Antiguo Régimen, al desaparecer la asis­tencia social de la Iglesia.
EL CONFLICTO ENTRE BURGUESES Y PRO­LETA­RIOS.     
La sociedad española de la época se caracteriza por la existen­cia de un conflicto social en las ciudades entre la bur­guesía y el proletariado.
Los conflictos sociales se unieron durante el siglo XIX a los políticos y económicos. Las revoluciones unieron los tres factores: descontento de las clases sociales que ansiaban mayor poder o liberarse de la opresión, problemas político-constitu­cionales en el reparto del poder entre las clases hegemónicas, crisis económicas que rompían la paz social en las ciudades.
La bur­guesía se alió en varios momentos con el proletaria­do, en con­tra de los privilegios del Antiguo Régimen: 1854, 1868, pero cuando veía en peligro su propia posi­ción interme­dia entonces pactaba con la aristocracia un reequilibrio del poder mutua­men­te bene­ficioso. Nunca asumió por entero el poder polí­tico, porque con la virtual fusión de nobleza-burguesía se con­fun­dieron sus intereses. La burguesía se reorganizó durante la Restau­ración en los partidos políticos conservador (que en gran parte era resultado de la fusión de los intereses de la nobleza y la burguesía) y li­beral (más puramente burgués) y en asocia­cio­nes patrona­les, que influyeron deci­si­va­mente en la polí­tica de los partidos.
El proletariado se organizó durante los años 70, aprove­chando la libertad política del sexenio revo­lucionario y la Restauración, cuyas leyes confirmaron la li­bertad de prensa (1883) y de aso­ciaciones (1887). Se crearon entonces el pri­mer gran sin­di­ca­to obrero, el socia­lista UGT (1872), y su partido corres­pondiente, el PSOE (1879). Posteriormente surgirán otros par­ti­dos y asociaciones de los obre­ros, especialmente los anar­quistas, que fundarán la CNT.
Estas organizaciones, tanto los so­cialis­tas como los anar­quis­tas, conseguirán organi­zar efi­caz­men­te a los obreros y con su unión y la pre­sión de las huel­gas irán al­canzando mejoras sa­la­ria­les y de con­di­cio­nes del trabajo, que, pese a varios esta­lli­dos de violencia (terrorismo en los años 1890, Semana Trági­ca de Barcelona en 1909, revolución en 1917, terrorismo en los años 1920-1923) facilitarán cierta estabili­dad social del sis­tema hasta los años 30.




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Tortella, Gabriel. El desarrollo de la España contemporá­nea. Historia económica de los siglos XIX y XX. Alianza. Ma­drid. 1994. 429 pp.

PROGRAMACIÓN. 
TRANSFORMACIÓNES AGRARIAS Y PROCESO DE INDUSTRIA­LIZA­CIÓN EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XIX.
UBICACIÓN Y SECUENCIACIÓN.
Bachillerato, 2º curso. Materia de Historia. Apartado 3. Cons­truc­ción del Estado liberal e intentos democratiza­dores.
Transformaciones agrarias y proceso de industrialización. Los cambios sociales.
Se explicará a continuación de las UD de la Revolución industrial y de la evolución política española del s. XIX, a fin de relacionar sociedad y economía con la política y para compa­rar los procesos de la Revolución industrial en España y en Euro­pa.
RELACIÓN CON TEMAS TRANSVERSALES.
Relación con los temas de Educación Moral y Cívica y de Educación Ambiental (las consecuencias ambientales de la indus­trialización).
TEMPORALIZACIÓN.
Tres sesiones de una hora.
1ª Exposición del profesor.
2ª Exposición del profesor; esquemas, comentarios de textos y mapas.
3ª Repaso y refuerzo; esquemas, comentarios de texto y mapas.
OBJETIVOS.
Resumir las características de la economía y la sociedad españolas del s. XIX.
Analizar la Revolución Industrial española en el s. XIX: sus características, factores, insuficiencias y fracasos...
Definir desamortización.
Comparar el proceso de industrialización de España con el de Gran Bretaña.
Relacionar revolución demográfica y revolución industrial.
Relacionar la revolución industrial y la desamortización con sus consecuencias so­ciales.
CONTENIDOS.
A) CONCEPTUALES.
La revolución demográfica del s. XIX en España.
El proceso de la desamortización.
El progreso agrario en el s. XIX.
La Revolución industrial española y su relativo fracaso.
La evolución de los grupos sociales y conflictos de clase en el s. XIX.
El papel de la mujer y el niño trabajadores en la época.
B) PROCEDIMENTALES.
Tratamiento de la información: realización de esquemas, gráficos y mapas del tema.
Explicación multicau­sal: en comentario de textos.
Indagación e investigación: recogida y análisis de da­tos en enciclopedias, manuales, monografías, artículos...
Comparación de procesos en distintos países.
C) ACTITUDINALES.
Rigor crítico y curiosidad científica.
Tolerancia y solidaridad.
METODOLOGÍA.
Metodología expositiva y participativa activa. Se hará hincapié en que el alumno analice y relacione los procesos de de­samortización e industrialización con sus consecuencias sociales.
MOTIVACIÓN.
Lectura de un texto sobre las consecuencias sociales de la industrialización en los barrios obreros en una época de cri­sis económica.
ACTIVIDADES.
A) CON EL GRAN GRUPO.
Exposición por el profesor del tema, con apoyo de transpa­rencias y diapositivas.
B) EN EQUIPOS DE TRABAJO.
Realización de un esquema de las causas y consecuencias del proceso.
Realización de una línea de tiempo del proceso.
Comentarios de textos, mapas y gráficos estadísticos sobre los proce­sos, factores y ambiva­lentes efectos so­ciales y econó­micos de la desamor­ti­zación y de la indus­trializa­ción textil y siderúrgica, de la expansión de los ferrocarriles, el cre­ci­miento de la población...
Comparación de los procesos económicos y sociales de Es­paña y Gran Bretaña.
C) INDIVIDUALES.
Realización de apuntes esquemáticos sobre la UD.
Participación en las actividades grupales.
Búsqueda individual de datos en la bibliografía, en debe­res fuera de clase.
Contestar cuestiones en cuaderno de trabajo, con diálogo previo en grupo.
RECURSOS.
Presentación digital (o transparencias y  diapositivas), mapas.
Libros de texto, manuales.
Fotocopias de textos para comentarios.
Cuadernos de apun­tes, esquemas...
EVALUACIÓN.
Evaluación continua. Se hará especial hincapié en que se com­prenda la relación entre los procesos de España y europeo y en la relación entre la desamortización y la industrialización con las consecuencias sociales.
Examen incluido en el de otras UD, con breves cuestiones y un comentario de texto.
RECUPERACIÓN.
Entrevista con los alumnos con inadecuado progreso.
Realización de actividades de refuerzo: esquemas, comenta­rio de textos... 
Examen de recuperación (junto a las otras UD).

APÉNDICE. Texto para comentario en clase.
Llopis, Enrique. El derrumbe del Antiguo Régimen. “El País” Negocios 1.368 (22-I-2012) 24-25. La crisis de 1802-1814. En serie ‘Las grandes crisis de la economía española’, coordinada por él mismo.
‹‹Las secuelas de la Revolución Francesa de 1789 desencadenaron el inicio de la crisis del Antiguo Régimen en España, un periodo caracterizado por las guerras, la debilidad y el derrumbe de muchas de las viejas instituciones, la inestabilidad política y la alteración de la dinámica económica.
Desde un punto de vista macroeconómico, entre 1789 y 1840, año en el que finalizó la primera guerra carlista y se asentó el régimen liberal, se alternaron dos fases expansivas, 1789-1801 y 1815-1840, y una recesiva, entre 1802 y 1814. Este artículo se ocupa esencialmente de la crisis de la década y media inicial del siglo XIX, pero también extiende su mirada al antes y al después.
En cuanto a las fases de crecimiento, resulta aparentemente paradójico que España, de 1789 a 1801 y de 1815 a 1840, obtuviera resultados económicos positivos en momentos de graves contratiempos internos y de cierta desintegración de la economía internacional. La principal clave explicativa radica en que el debilitamiento, primero, y el desplome, después, del Antiguo Régimen facilitaron la incorporación a la labranza de enormes extensiones de tierra.
En la España del siglo XVIII coexistieron dos velocidades y dos modos distintos de crecimiento económico. En los territorios interiores y en las regiones septentrionales, el PIB aumentó a una tasa no superior al 0,5%, el crecimiento tuvo un carácter marcadamente rural, la productividad del trabajo en la agricultura permaneció estancada y los progresos en la especialización y en los tráficos mercantiles fueron modestos.
La España interior estaba lejos de aprovechar plenamente su potencial de crecimiento agrario: muchas zonas se hallaban aún poco colonizadas porque los grandes propietarios territoriales rentistas, las oligarquías locales con importantes negocios pecuarios, los dueños de cabañas trashumantes y la Mesta, grupos que acumulaban bastante poder, estaban interesados en frenar las roturaciones en las tierras municipales.
Por el contrario, en el área mediterránea y en la Andalucía atlántica, el PIB creció a una tasa cercana o algo superior al 1% y la expansión productiva se sustentó, al igual que en otras zonas de Europa occidental, en un cierto incremento de la productividad agraria, en el auge de la economía marítima, en el desarrollo de la protoindustria y en la mayor laboriosidad de la mano de obra familiar. En muchos casos, esa intensificación del factor trabajo fue la respuesta a la caída de los salarios reales y/o al descenso de ingresos netos de numerosas explotaciones agrarias, fruto del incremento de las rentas territoriales y de la reducción de su tamaño ocasionada por la mayor presión de la población sobre los recursos agrarios.
Por consiguiente, las “fuerzas económicas del progreso” (mayor comercio y especialización y pequeños avances tecnológicos) solo resultaban claramente hegemónicas en una parte minoritaria de España; de ahí que nuestro país siguiese divergiendo de Europa occidental en el siglo XVIII.
La década de 1790 fue un periodo de fuertes convulsiones, de desequilibrio financiero del Estado y de crisis sectoriales, pero también de aceleración del crecimiento demográfico y agrario. En la España del siglo XVIII, su último decenio fue, tras el de 1720, el de mayor crecimiento de los bautismos (véase el gráfico 1 basado en una muestra de más de 1.200 localidades). Lo más llamativo de este auge radicó en que fue protagonizado fundamentalmente por regiones que habían registrado una expansión modesta o moderada en el siglo XVIII (Andalucía occidental, Aragón y Castilla-La Mancha). En las zonas interiores, este crecimiento demográfico habría sido inalcanzable sin que simultáneamente se registrara una importante expansión agraria.
El impulso agrícola de la última década del siglo XVIII fue fruto de la necesidad, de los mayores incentivos y de las oportunidades abiertas por el nuevo panorama político. Los granos se encarecieron notablemente en todos los mercados y, además, el diferencial de precios del trigo entre la periferia y el interior se incrementó debido en buena medida a la disminución y a la mayor irregularidad de las importaciones resultantes de las perturbaciones que los conflictos bélicos ocasionaron al comercio exterior desde 1793. De modo que el interior se encontró con una coyuntura favorable para incrementar su participación en el abasto de cereales de la periferia. Además, el cambio de escenario político provocado por la Revolución Francesa indujo a los integrantes del frente antirroturador a moderar su oposición a los rompimientos. El notable incremento de la defraudación en el pago del diezmo, aparte de ser un exponente del inicio de la descomposición del Antiguo Régimen, también constituyó un acicate para ampliar las labores.
La década de 1790 presentó una cara, la expansión demográfica y cerealista, pero también una cruz: fuerte incremento de las tensiones inflacionistas y acusado descenso de los salarios reales, agudización de los problemas financieros de la Monarquía, reducción y mayor irregularidad del comercio exterior y dificultades para todas las economías periféricas que mantenían un apreciable grado de dependencia de los intercambios internacionales.
La recesión de la década y media inicial del siglo XIX estuvo integrada, en realidad, por dos crisis distintas: la ocasionada por las malas cosechas y las importantes epidemias (paludismo, tifus y fiebre amarilla) de principios del Ochocientos, y la desencadenada por la Guerra de la Independencia. Los factores exógenos a la economía y a la sociedad españolas desempeñaron un papel preponderante en dichas crisis, pero los endógenos no fueron ajenos a la magnitud de ambas: primero, la creciente desigualdad en el reparto del ingreso en la segunda mitad del Setecientos había acentuado la precariedad de muchas familias; y, segundo, la elevada mortalidad del periodo también obedeció a la incapacidad de los Gobiernos para paliar escaseces y carestías, y al deterioro del funcionamiento de los mercados y de instituciones asistenciales, como los pósitos, que estaban siendo sacrificadas para evitar el colapso financiero de la Monarquía.
En la España interior de la época moderna, la crisis de mortalidad de 1803-1805 fue, tras la de 1596-1602, la que tuvo un mayor alcance territorial e intensidad. El desastre demográfico de 1803-1805 fue fruto de una crisis de subsistencias muy profunda (el promedio anual del precio del trigo se incrementó, con respecto al de la década precedente, más de un 125%), pero también de una importantísima crisis epidémica. Aparte de la mortalidad catastrófica, también aumentó notablemente la ordinaria en la década y media inicial del siglo XIX. En 25 pueblos de la provincia de Guadalajara, el cociente difuntos/bautizados fue de 0,87 en 1785-1799, de 1,14 en 1800-1814 y de 0,72 en 1815-1829 (véase el gráfico 2).
Las áreas periféricas también tuvieron que afrontar unos importantes contratiempos económicos en los albores del siglo XIX. Las guerras navales, las dificultades y la carestía del transporte marítimo y la crisis agraria y demográfica de los territorios no marítimos provocaron un descenso en el nivel de actividad manufacturera y comercial. Desde 1805, las colonias americanas prácticamente prescindieron de la mediación hispana en sus tráficos exteriores.
La Guerra de la Independencia abortó la recuperación que la agricultura española había iniciado después de 1805. Ahora bien, las secuelas de este conflicto fueron mucho más allá del desencadenamiento de una nueva crisis económica. Entre las principales, han de contabilizarse:
1. Tras la ocupación del país por las tropas francesas, muchas de las instituciones fundamentales del Antiguo Régimen se desmoronaron o quedaron muy debilitadas.
2. El vacío de poder en la metrópoli propició el estallido de movimientos independentistas en buena parte de las colonias americanas.
3. La crisis financiera del Estado absolutista se intensificó extraordinariamente.
4. La sobremortalidad y la merma de nacimientos, ocasionadas por la guerra ascendieron a no menos de medio millón de personas.
En el terreno más estrictamente económico, deben mencionarse:
a) Numerosas explotaciones agrarias vieron reducidas sus disponibilidades de fuerza de trabajo y de ganado; de ahí que muchas de ellas tratasen de incorporar mayores cantidades del factor tierra para compensar las pérdidas en los otros factores y restablecer un cierto equilibrio productivo.
b) Los saqueos y las destrucciones de cosechas provocaron daños de consideración en no pocas zonas.
c) Las secuelas del conflicto perjudicaron de un modo especialmente intenso al comercio y a la industria.
d) Los ahorros de los propietarios rurales fueron absorbidos por gravámenes extraordinarios, requisas, suministros y préstamos forzosos a los ejércitos, a la guerrilla y a los municipios. Los más pudientes acumularon unos activos de elevado valor nominal sobre unos concejos cuyo nivel de endeudamiento les impedía atender sus obligaciones financieras, salvo que se desprendiesen de parte de sus todavía extensos patrimonios territoriales. De modo que tales acreedores enseguida se percataron de que solo había una alternativa para recuperar sus contribuciones a la financiación del conflicto bélico: la privatización de tierras municipales.
Es indudable que la Guerra de la Independencia tuvo, en el corto plazo, un impacto económico muy negativo, pero también generó otras secuelas que contribuyeron a inducir, en el medio y largo plazo, cambios en la velocidad y en el tipo de crecimiento económico, en la política comercial y en los niveles de desigualdad.
El mayor potencial de crecimiento agrícola de España, al menos a corto y medio plazo, estribaba en las enormes extensiones de tierras que podían roturarse. Durante la Guerra de la Independencia se crearon condiciones favorables para el estallido de una gran oleada de rompimientos, que se moderó en las etapas de restablecimiento del absolutismo, pero que mantuvo un ritmo relativamente intenso hasta mediados del siglo XIX: tras el hundimiento del Antiguo Régimen, ni las viejas autoridades locales, ni las nuevas pudieron refrenar las ansias de numerosísimos productores agrarios de ocupar y roturar tierras comunales; la desamortización silenciosa de tierras municipales facilitó los rompimientos de extensas áreas de pastizales y bosques; y, el incremento de los precios de los granos también constituyó un acicate para extender los cultivos cerealistas.
Una vez concluido el conflicto, la recuperación demográfica fue inmediata e impetuosa, sobre todo en las regiones cerealistas meridionales. El vigor de ese proceso obedeció al fuerte crecimiento del producto agrícola, pero también al relativamente reducido nivel de la mortalidad entre 1815 y 1830. De 1820 a 1850, la población española creció al 0,9% y la europea al 0,81%. Las estimaciones de Álvarez Nogal y Prados de la Escosura apuntan a que, entre 1787 y 1857, el PIB y el PIB por habitante se expandieron a una tasa cercana al 1% y a otra superior al 0,2%, respectivamente. Es indudable, pues, que el conflicto con los franceses también entrañó una ruptura en el ámbito económico: nunca antes la población y el PIB habían crecido tan velozmente en España como lo hicieron entre 1815 y 1850.
El impulso agrícola posterior a 1815 tuvo tres pilares esenciales: la marea roturadora, el rápido crecimiento de la población y la implantación y pervivencia de una política comercial prohibicionista en materia de cereales. Varios factores nos ayudan a entender por qué España adoptó en 1820 tal política comercial y por qué la mantuvo tantos años:
1. La oleada de proteccionismo enérgico en la que estuvieron involucrados numerosos países europeos y Estados Unidos, países que habían impulsado procesos de sustitución de importaciones entre 1793 y 1815.
2. La necesidad de defender una nueva e importante actividad cerealista de la competencia exterior en los mercados litorales una vez concluidas las guerras napoleónicas, nueva actividad que se había desarrollado en periodos de precios absolutos y relativos de los granos muy altos.
3. El régimen liberal, necesitado de ampliar su base social, utilizó el prohibicionismo cerealista para frenar el descenso de las rentas agrarias y de los precios agrícolas, lo que tornó más atractivas las compras de las tierras desamortizadas.
4. Los propietarios y cultivadores de tierras de cereal contaron con el decidido apoyo de los industriales catalanes en la defensa del prohibicionismo.
5. La pérdida de las colonias americanas originó un fuerte deterioro de las cuentas externas y un drástico cambio en el panorama monetario (del intenso crecimiento del stock de oro y plata en el periodo 1770-1796, se pasó a una fase de descenso apreciable del mismo). Los sucesivos Gobiernos tuvieron que emprender una política de reequilibrio de la balanza de pagos y el prohibicionismo constituyó un instrumento esencial de la misma.
La presión que el prohibicionismo ejerció sobre los precios de los cereales resultó clave para la formidable extensión de los cultivos en la primera mitad del siglo XIX, pero otros factores también contribuyeron a la aceleración del crecimiento económico: la notable ampliación del mercado nacional derivada, ante todo, del intenso auge demográfico; el impulso en la urbanización desde la década de 1820; el modesto incremento de la productividad en la agricultura; los avances en la integración de los mercados; el inicio de la industrialización catalana, y el dinamismo de la demanda exterior de productos agrarios mediterráneos y de minerales a medida que tomaba cuerpo la industrialización europea.
El balance económico del periodo 1815-1850 presenta luces y sombras. Por un lado, el crecimiento se aceleró fuertemente con respecto a las fases precedentes y la distribución del ingreso se tornó menos desigual (entre 1788-1807 y 1815-1839, la ratio renta de la tierra/salarios agrícolas descendió un 21% y un 28% en Navarra y Castilla la Vieja, respectivamente). En contrapartida, España, pese a su impulso económico, se alejó de Europa; el prohibicionismo perjudicó a las regiones exportadoras, sobre todo a Valencia, Murcia y a la Andalucía marítima; y, además, el modelo de crecimiento de después de la Guerra de la Independencia tenía una fecha de caducidad cercana: la expansión agraria se debilitó a medida que iba completándose el proceso colonizador y que empeoraban las condiciones de acceso a la tierra; de hecho, a finales de la década de 1850 ya se hallaba prácticamente agotado.
Sin embargo, nuestro país no acabaría en el callejón sin salida al que parecía abocado: merced en buena medida a los ferrocarriles, en los que los capitales, la tecnología y el capital humano foráneos fueron trascendentales, y a la creciente demanda exterior de minerales y de distintos productos agrarios mediterráneos, especialmente de vinos, España pudo ir deslizándose hacia un nuevo modelo de crecimiento económico en el que el cultivo del cereal, actividad en la que España no tenía ninguna ventaja comparativa, dejó poco a poco de tener una hegemonía tan nítida y en el que los cultivos mediterráneos, las actividades urbanas, el comercio exterior y, en general, las relaciones económicas internacionales ganaron protagonismo.
Las lecciones del pasado decimonónico apuntan en la misma dirección que las del siglo XX: los vientos europeos fueron cruciales para derribar el Antiguo Régimen (aunque para ello el país sufriera un conflicto bélico muy costoso en vidas y recursos), primero, y para dar un nuevo impulso al crecimiento económico español, más tarde, desde que comenzó a agotarse el modelo que había tenido uno de sus pilares esenciales en el prohibicionismo cerealista y algodonero. La historia contemporánea evidencia, pues, el grave error que el aislacionismo ha entrañado para nuestro país.››






   [1][1] El motivo de adoptar la vía ancha no fue evitar una inva­sión por ferrocarril, sino que se pensaba que la orografía mon­tañosa española exigía locomotoras más poderosas, que a su vez exigían unas vías más anchas para darles más estabilidad. Cuan­do pocos años después el problema técnico se resolvió ya era demasiado costoso reformar el ancho de la vía.
   [2][2] El más impor­tante propietario del reino era el duque de Osuna, que sa­tisfacía contri­bu­ciones en 20 provin­cias, y era prác­ti­ca­mente dueño de ocho pue­blos en Sevi­lla y de nume­ro­sas pose­sio­nes en Málaga, Extre­madu­ra, Sala­manca y Ávila. Los du­ques de Medi­nasi­donia y la pareja de la rei­na madre Ma­ría Cristina y su espo­so el duque de Riánsares, eran otras de las grandes fortu­nas de la época.
   [3][3] Tal es el caso de quien tuvo la mayor for­tuna de la épo­ca, José de Salamanca, nombrado marqués de Sala­manca tras haber reunido un patrimonio gigantes­co en ferro­carriles y la cons­truc­ción de inmuebles en las ciu­dades. El ba­rrio de Sala­man­ca, en Madrid, por él planifi­cado, lleva su nom­bre. Otros burgueses ennoblecidos entonces son los Urquijo, Güell, López...

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